EL PRONOSTICO DEL CLIMAX
Por Xavier Velasco
Durante varios años fue el chofer más famoso de México. También, por cierto, el mejor pagado. Se le veía al volante de un Tsuru tan modesto como icónico –símbolo de humildad-y-rectitud– llevando junto a él al jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Era un honor, canturreaban desde entonces los suyos, trabajar para el líder absoluto de la izquierda partidista nacional, si bien la opinión pública levantaba las cejas ante el sueldo que el hombre percibía por conducir el Tsuru.
De estar en el pellejo de Nicolás Mollinedo, me habría fastidiado el ninguneo. Especialmente si, como sus defensores aducían, las funciones del hombre eran también logísticas e innumerables. Si no recuerdo mal, el sueldo del chofer del caudillo izquierdista rebasaba los 60 mil pesos mensuales, y la verdad es que pocos sabían cuáles eran sus otras encomiendas, si bien había rumores numerosos. Pues del famoso Nico se decía que mandaba entre un pequeño ejército de incondicionales consagrados a hacer crecer La Causa (mayúsculas prosódicas implícitas).
Más allá, sin embargo, de sus presuntos méritos como estratega, hasta hoy se le conoce como el-chofer-del-Tsuru. No somos generosos para aceptar el hecho del progreso ajeno, y menos todavía cuando atisbamos gatos encerrados. Cabe creer que el luchón Nicolás debió de alimentar algún resentimiento, y que llegado el día de quincena se sentiría al menos compensado por aquellos desdenes que encontraría envidiosos y malsanos. Porque lo cierto, al fin, es que nada sabíamos del hombre, y que los sentimientos que despertaba partían de la imagen de su patrón.
De estar en su lugar, me habrían dado ganas de aprovechar mis pocas horas libres paseándome en un coche deportivo, aunque fuera prestado, y darme felizmente aquellos lujos de los que otros me juzgaban indigno. ¿Qué habrían dicho, no obstante, de verme padrotear un Porsche por Reforma, cuando mis superiores cumplían la encomienda cotidiana de pasar por humildes y sencillos? La pregunta es retórica, por cándida. Como los criminales acaudalados, los políticos que se dicen humildes tienen prohibido por el sentido común hacer alarde de sus posesiones… ¿Pero cuando se ha visto que el buen juicio acompañe en su viaje al nuevo rico?
No hace mucho que el justiciero Nico subió unas cuantas fotos a las redes sociales donde chulea en grande con su nueva carcacha: nada menos que un Rolls-Royce Phantom, cuyo precio equivale a, digamos, medio centenar de autos compactos como el que conducía a principios de siglo. No es muy hábil de parte del señor jactarse frente al mundo de semejantes signos de prosperidad, precisamente cuando se multiplican los señalamientos en torno a la flagrante hipocresía de sus más encumbrados correligionarios (asimismo riquillos por obra y gracia del Espíritu Santo). La gente, sin embargo, no manda en sus complejos. Con tal de deleitarse imaginando el respeto y la envidia del paisanaje, el ex-chofer-del-Tsuru debió de haber gozado hasta la médula del placer de embarrarnos en la jeta la posesión de un coche al que tantos aspiran en secreto, claramente sin esperanza alguna. ¿Quién sabe de los viejos escozores que el nuevo rico arrastra por la vida?
Uno asume que el dueño de un Rolls-Royce tendrá un lugar en la lista de Forbes. Y hoy que Nico va y viene al volante de un coche que cuesta entre ocho y diez millones de pesos, ya no parece raro que se le cite como terrateniente y hombre de gran poder, poseedor además de incontables secretos que en manos de la prensa serían dinamita. Y si otro en su lugar querría ser discreto por propia conveniencia, el dueño del carrazo lanza el mismo mensaje de tantos nuevos ricos infatuados: nadie puede tocarlo, así llene su alberca con pepitas de oro y se tome una foto encueradito adentro. “Hoy me toca reír”, diría Javier Solís.
Ignora, quien presume su mágica riqueza, que no exhibe su fuerza sino precisamente su debilidad. Tanto esmero en decirnos cuánto tiene debería causar, más que podrida envidia, una cierta ternura resignada.
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